Dejé Mi Trabajo y Compré Cigarrillos

Solía pensar que el éxito se medía en métricas y ciclos digitales—hasta que dejé de perseguir la luz neón. Una noche, tras mi última jornada como ingeniero full-stack, entré en una bodega de 24 horas en la Avenida Atlántica. Sin música. Sin multitudes. Solo el zumbido de las luces fluorescentes y el olor de los cigarrillos. Compré tres paquetes—no porque los necesitaba, sino porque por primera vez, no necesitaba nada más.

El juego ya no era sobre probabilidades o algoritmos. Era sobre ritmo: cinco minutos entre respiraciones. El ‘bono’ no era un pago—era el silencio tras la elección.

Solía creer que la victoria venía de tirar palancas y ajustar relojes. Ahora sé: la verdadera riqueza se mide en lo que te niegas a perseguir.

En esta ciudad, donde todos deslizan por jackpots digitales como cuentas de oración, aprendí que la alegría no vive en pantallas—vive en las pausas.

El mes pasado, durante una lluvia nocturna, alguien ganó 12K jugando ‘Neon Dash’ por treinta minutos y luego se fue sin revisar su teléfono.

No celebraron—solo sonrieron.

Ya no juego juegos.

Ahora me siento con mis cigarrillos—observando reflejos neón sobre pavimento mojado—y preguntándome quién más recuerda que nunca estuvo hecho para ganar… solo para estar aquí.